A veces me resulta difícil conservar la serenidad en medio de tantas preocupaciones y contratiempos. Caigo en la desesperación, afectando a los demás con mi impaciencia. Se acostumbran al mal humor, al trato brusco, a los apuros y los malos modos. Viven esclavos de mis tensiones. Es cierto que no es fácil tras la enfermedad mantener la calma, la sangre fría, el buen tono, la palabra mesurada cuando se tienen que resolver cientos de cosas casi simultáneamente. Pero tampoco es imposible.
Hoy veo que las cosas se van serenando, los pequeños proyectos se van cumpliendo y las palabras se acomodan al calor del amor. Aprendiendo estoy a volver a gozar de la alegría ajena. El reconocer y disfrutar la alegría ajena me ayuda a asumir los propios problemas con decisión y entereza. También el descubrir las cruces del vecino (en estos días pasados Haití) me llevan a relativizar las propias.
Para esto, la vida de oración constante, el ejercicio de una comunicación con el Señor en el centro, resulta mi mejor medicina. Encontrarme con Dios en la oración me hace liberarme de los sinsabores de la vida y no esclava de ella.
Voy conquistando el control de mis emociones, sabiduría y fortaleza ante las adversidades y amplitud de criterio para afrontarlas con serenidad. Este es un último para mi alma en calma. En paz.
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