Escucha Padre Y Madre. Brotes de Olivo (2007) Album: Cómo te podré pagar.
Recuerdo hace años que en cierta ocasión un niño que tenía en catequesis hizo un gesto de desprecio cuando le estaba hablando de que Dios es Padre. No le decía nada esta palabra, más aún, para él tenía un sentido ofensivo, debido a la amarga experiencia de que su padre lo despreció y abandonó. Por desgracia no es un hecho aislado. Nuestros jóvenes tienen ahora de sus padres una visión menos marcada de lo estricto, lo recto, lo moral y lo humano. Han tergiversado la figura de padre a la de amigo y colega. Se han perdido el marco de valor de la paternidad entendida como protección, seguridad, respeto, amor y también exigencia.
A partir de aquí soy más partidario de ampliar esa definición de padre Dios a la extensión de amor filial aplicada a Dios con la palabra “madre”. Dios es Padre y Madre de amor misericordioso y gozo materno. Por desgracia no faltan madres que tampoco quieren a sus hijos. Pero cuando se ha vivido con profundidad el ser padre o madre o el sentirse hijos amados, estas palabras tienen una riqueza inmensa y entonces sí que nos ayudan verdaderamente a comprender lo que es Dios. Y esta experiencia de sentirse amado por sus padres no la tienen todos nuestros alumnos y alumnas.
Y aunque es muy importante la experiencia de sentirse hijos queridos por los padres para comprender lo que significa el amor de Dios, nos tememos que esto ha de ser mucho más fácil de comprender aun para los que somos padres y ejercemos también de madres (o somos madres y practicamos el ser padre), pues es como si vieran las cosas desde el lado de Dios. ¿Qué dolor es más grande, el de los hijos que no se sienten queridos por sus padres o el de los padres que no se sienten queridos por sus hijos? Tal vez no sea fácil responder, pero lo que está claro es que el sufrimiento de Dios es como el de los padres que se sienten rechazados.
Pienso en tantos padres y madres jóvenes que aunque tengan sus defectos conservan íntegro el amor a sus hijos, aún a pesar de que sus hijos no aprecian ni sienten amor por sus padres. Me vienen a la mente aquellos que por problemas de separación matrimonial tienen verdaderos problemas para verlos o para estar con ellos. Sin duda esta amarga experiencia les puede ayudar a entender mejor lo que puede significar para Dios el que a veces nos alejemos de Él, que le tengamos marginado u olvidado. O tratemos de imaginar lo que supone para los padres la pérdida de un hijo. ¿Puede haber dolor que le iguale? Conozco a padres que hace ya bastantes años perdieron algún hijo o aquel embarazo tan deseado no pudo llegar a término y cómo lo siguen recordando como si fuera ayer mismo.
Ser padre de 4 hijos me ha permitido saber lo que se siente ante los hijos. Sufres por ellos, gozas con ellos y estarían dispuestos a darlo todo, desde optar por un trabajo (o no) hasta incluso dar la propia vida. Mi deseo no puede ser otro que el que vayan por buen camino, que tengan suerte en la vida, que triunfen en los estudios o tengan un buen trabajo, que gocen de salud, que vivan felices en presencia de Dios. Y cuando estos deseos no se ven cumplidos, cuando las cosas se tuercen y los hijos se descarrían, cuando les sobrevienen desgracias... como padre también experimento el sufrimiento de mis hijos más que si ellos mismos sufrieran en su propia carne.
Dios no es un cualquiera, no es un extraño, no es un ser lejano que tal vez decidió un día crear este mundo en el que más tarde apareceríamos nosotros, pero que ahora nos tiene abandonados. Cuando llamamos a Dios “Padre nuestro” podemos también añadir “Padre bueno”. Si de veras tomáramos en serio todo lo que esto supone, necesariamente debería mejorar nuestra actitud con relación a Él. Y, sobre todo, debería producir en nosotros una sensación mayor de confianza, de seguridad, de paz. Esta imagen no es la que se les infunde a los jóvenes de Dios. Ellos quieren seguir viendo al colega, al “amigo” que lo quiero porque me da y lo desecho porque “se olvida de mí”.
Sin embargo, es verdad que, partiendo de su experiencia, el joven siente la tentación de imaginar a la divinidad con rasgos antropomórficos que reflejan demasiado el mundo humano. Así, la búsqueda de Dios se realiza «a tientas», como dijo San Pablo. Pero esa intuición de la percepción de la imagen de Dios como Padre universal del mundo y de los hombres no puede aceptarse a una idea de divinidad dominada por el antojo y el capricho de los que adolecen de la experiencia del verdadero amor de un padre y hacia un padre.
La percepción de Dios como Padre está unida, más que a su acción creadora, a su intervención histórico-salvífica, a través de la cual entabla en el comienzo con el pueblo de Israel una especial relación de alianza. A menudo Dios se queja de que su amor paterno no ha encontrado correspondencia adecuada: «Dice el Señor: Hijos crié y saqué adelante, y ellos se rebelaron contra mí» (Is 1, 2). Así es como se siente Dios con sus hijos.
Desde que Jesús vino al mundo, la búsqueda del rostro de Dios Padre ha asumido una dimensión aún más significativa. En su enseñanza, Jesús, fundándose en su propia experiencia de Hijo, confirmó la concepción de Dios como padre, ya esbozada en el Antiguo Testamento; más aún, la destacó constantemente, viviéndola de modo íntimo e inefable y proponiéndola como programa de vida para quien quiera obtener la salvación.
Sobre todo Jesús se sitúa de un modo absolutamente único en relación con la paternidad divina, manifestándose como «hijo» y ofreciéndose como el único camino para llegar al Padre. A Felipe, que le pide: «Muéstranos al Padre y esto nos basta» (Jn 14, 8), le responde que conocerlo a él significa conocer al Padre, porque el Padre obra por él (Jn 14, 8-11). Así pues, quien quiere encontrar al Padre necesita creer en el Hijo: mediante él Dios no se limita a asegurarnos una próvida asistencia paterna, sino que comunica su misma vida, haciéndonos «hijos en el Hijo». Aparte de encontrarlo en el evangelio de Juan, son más numerosos los pasajes que ponen de relieve esta relación en los sinópticos (podríamos decir “en primera persona”), y ahí se encuentra la clave de esta cuestión: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27 y Lc 10, 22).
El Hijo, pues, revela al Padre como Aquel que lo “conoce” y lo ha mandado como Hijo para “hablar” a los hombres por medio suyo (Heb 1, 2) de forma nueva y definitiva. Más aún: precisamente este Hijo unigénito el Padre “lo ha dado” a los hombres para la salvación del mundo, con el fin de que el hombre alcance la vida eterna en Él y por medio de Él (Jn 3, 16).
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