El amor de los hombres hacia Dios tiene su origen, su progreso y su perfección en el amor eterno de Dios hacia los hombres; así siente unánimemente la Iglesia, nuestra Madre, la cual, con un celo ardiente, quiere que reconozcamos que nuestra salud y los medios de llegar a ella provienen únicamente de la misericordia del Salvador, a fin de que lo mismo en la tierra que en el Cielo, a Él solo sea dada la honra y la gloria (1 Tim., 1, 17). ¿Qué tienes que no hayas recibi do?, dice el divino Apóstol (1 Cor., 4, 7), hablando de los dones de ciencia, de elocuencia y de otras cualidades semejantes de los pastores de la Iglesia; y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieses recibido? Todo es, pues, cierto, lo hemos recibido de Dios, pero muy particularmente hemos recibido de Él los bienes sobrenaturales del santo amor. Pues si los hemos recibido, ¿por qué pretendemos atribuirnos la gloria de ellos?
Y a la verdad, si alguno quisiera alabarse por haber hecho algún progreso en el amor de Dios: ¡Oh hombre miserable! —le diríamos—; tú yacías en el lecho de tu iniquidad, sin que te quedaran fuerzas ni vida para levantarte, cual sucedía a la princesa de nuestra parábola, y Dios, por su infinita bondad, acudió en tu ayuda, diciéndote: Abre la boca de tu atención, y Yo te saciaré plenamente (Ps. 80, 11); Él mismo puso sus dedos entre tus labios y entreabrió tus dientes, lanzando dentro de tu corazón su inspiración santa, que tú has recibido; después, recobrado ya el sentido, continuó con diferentes movimientos y medios fortaleciendo tu espíritu, hasta que finalmente derramó en él su caridad como tu vital y perfecta salud.
Dime, pues, ahora, miserable: ¿q u é has hecho tú en todo esto de que te puedas alabar? Tú has dado tu consentimiento, es cierto; el movimiento de tu voluntad ha seguido libremente al de la divina gracia. Pero todo esto, ¿qué otra cosa es sino recibir la operación divina, y no resistir a ella?; ¿y qué hay en esto, que tú no hayas recibido? ¿Si hasta has recibido la misma recepción de que te glorías y el consentimiento de que te alabas? Porque, dime: ¿no confesarás que, si Dios no te hubiese prevenido, tú no hubieses jamás sentido su bondad, ni, por consiguiente, consentido a su amor? ¿Cómo?, ¡si ni siquiera hubieras tenido un solo pensamiento bueno! (2 Cor., 3, 5).
Su movimiento, pues, ha dado el ser y la vida al tuyo; y si su liberalidad no hubiese animado, excitado y provocado tu libertad con sus poderosos y suaves llamamientos, tu libertad hubiera permanecido siempre inútil para tu salud. Es cierto que tú has cooperado a la inspiración consintiendo; mas he de advertirte, si por ventura lo ignoras, que tu cooperación ha nacido de la operación de la gracia y de tu libre voluntad juntamente, mas de tal modo, que, si la gracia no hubiese prevenido y llenado tu corazón con su operación, jamás hubiese él podido ni querido prestar cooperación ninguna a ella.
Pero, dime de nuevo, hombre vil y abyecto, ¿no obras como un ridículo, cuando crees tener par-te en la gloria de tu conversión, porque no has rechazado la inspiración? ¿No es presunción ésta propia de ladrones y de tiranos, pensar que dan la vida a alguno porque no se la quitan?; ¿y no es una impiedad propia de demente furioso pensar que tú hayas dado a la inspiración divina su santa eficacia y actividad, porque no se la has quitado con tu resistencia? No podernos impedir los efectos de la inspiración, pero tampoco dárselos: ella trae su fuerza y su virtud de la bondad divina, que es su origen, y no de la voluntad humana, que es su término.
¿No nos indignaríamos contra la princesa de nuestra parábola si se gloriase de haber dado la virtud y propiedad a las aguas cordiales y demás medicamentos, o de haberse curado ella misma, alegando como razón que si ella no hubiese recibido los remedios que el rey la dió y derramó en su boca, cuando, ya medio muerta, apenas le quedaba sentido, no hubieran ellos producido resultado alguno? Es verdad —la diríamos— que podías, procediendo cual una ingrata, obstinarte en no recibir los remedios, y, aun después de recibidos en tu boca, arrojarlos; mas no es verdad, sin embargo, que tú les hayas comunicado su fuerza o virtud, porque ellos la tenían por su propiedad natural; tu parte se ha reducido a consentir en recibirlos y en permitir realizasen su acción. Pero jamás hubieras consentido, si el rey no te hubiera primero reanimado, e instado después a tomarlos; y todavía no los hubieras recibido. si él no te ayudara a ello abriendo tu propia boca con sus dedos y derramando en ella el precioso licor. ¿No serías, pues, un monstruo de ingratitud al quererte atribuir un bien que por tantos motivos debes a tu amado esposo?
El admirable pececillo llamado rémora tiene el poder de detener la marcha de un navío que vaya navegando en alta mar a toda vela (1); pero no tiene el poder de hacerle navegar, ni marcarle rumbo, ni hacerle fondear; puede impedir su movimiento, pero no puede dárselo. Así, nuestro libre albedrío puede detener e impedir el curso de la inspiración y cuando el viento favorable de la gracia celestial hinche las velas de nuestro espíritu, está en nuestra mano rehusar el consentimiento e impedir por este medio el efecto del viento divino. Mas cuando nuestro espíritu navega con rumbo fijo y hace felizmente su navegación, no es porque nosotros hagamos venir el viento de la inspiración celeste, ni que llenemos con él nuestras velas, ni que imprimamos el movimiento al navío de nuestro corazón, sino que solamente recibimos el viento que nos viene del Cielo, consentimos en su impulso y dejamos marchar el navío a su favor, sin impedirle por la rémora de nuestra resistencia.
Así, pues, la inspiración es quien comunica a nuestro libre arbitrio la suave y feliz influencia por la cual, no solamente nos hace ver la belleza del bien, sino, además, calienta, ayuda, fortalece y mueve tan dulcemente, que por este medio se doblega e inclina al bien libremente.
Las nubes preparan las frescas gotas de rocío en la primavera, y las dejan caer sobre la superficie del mar, y las madreperlas que abren sus conchas, recíbenlas dentro de ellas, y las convierten en perlas (2); mas, al contrario, las madreperlas que mantienen sus conchas cerradas, no impiden que las gotas caigan sobre ellas, pero impiden que caigan dentro. ¿No es, pues verdad que el cielo ha enviado su rocío sobre ambas madreperlas? ¿Por qué, entonces, la una produce, en efecto, su perla, y la otra no? El cielo había sido generoso para aquella que ha quedado estéril, poniendo de su parte cuanto era necesario para la formación de una hermosa perla; pero ella ha impedido el efecto de su beneficio, manteniéndose cerrada y cubierta.
Y en cuanto a la otra madreperla que ha concebido y engendrado un fruto hermoso, nada tiene que no lo tenga del cielo, aun el Mismo abrir de su concha, por cuyo medio ha recibido el rocío; porque si no hubiera sentido los rayos de la aurora, que la han dulcemente excitado, no hubiese ella venido a la superficie del mar, ni hubiese abierto su concha. Si nosotros tenemos, oh Teótimo, algún amor hacia Dios, a Él sea el honor y la gloria, que todo lo ha hecho en nosotros, y sin el cual nada ha sido hecho (Jo., 1, 3), y a nosotros sea la utilidad y el ánimo agradecido; pues esta es la partición de su divina bondad con nosotros: Él nos deja el fruto de sus beneficios, y para Sí se reserva el honor de ellos y la alabanza; y, ciertamente, puesto que nosotros nada somos sino por su gracia (1 Cor., 15, 10), seámoslo también todo para su gloria.
Y a la verdad, si alguno quisiera alabarse por haber hecho algún progreso en el amor de Dios: ¡Oh hombre miserable! —le diríamos—; tú yacías en el lecho de tu iniquidad, sin que te quedaran fuerzas ni vida para levantarte, cual sucedía a la princesa de nuestra parábola, y Dios, por su infinita bondad, acudió en tu ayuda, diciéndote: Abre la boca de tu atención, y Yo te saciaré plenamente (Ps. 80, 11); Él mismo puso sus dedos entre tus labios y entreabrió tus dientes, lanzando dentro de tu corazón su inspiración santa, que tú has recibido; después, recobrado ya el sentido, continuó con diferentes movimientos y medios fortaleciendo tu espíritu, hasta que finalmente derramó en él su caridad como tu vital y perfecta salud.
Dime, pues, ahora, miserable: ¿q u é has hecho tú en todo esto de que te puedas alabar? Tú has dado tu consentimiento, es cierto; el movimiento de tu voluntad ha seguido libremente al de la divina gracia. Pero todo esto, ¿qué otra cosa es sino recibir la operación divina, y no resistir a ella?; ¿y qué hay en esto, que tú no hayas recibido? ¿Si hasta has recibido la misma recepción de que te glorías y el consentimiento de que te alabas? Porque, dime: ¿no confesarás que, si Dios no te hubiese prevenido, tú no hubieses jamás sentido su bondad, ni, por consiguiente, consentido a su amor? ¿Cómo?, ¡si ni siquiera hubieras tenido un solo pensamiento bueno! (2 Cor., 3, 5).
Su movimiento, pues, ha dado el ser y la vida al tuyo; y si su liberalidad no hubiese animado, excitado y provocado tu libertad con sus poderosos y suaves llamamientos, tu libertad hubiera permanecido siempre inútil para tu salud. Es cierto que tú has cooperado a la inspiración consintiendo; mas he de advertirte, si por ventura lo ignoras, que tu cooperación ha nacido de la operación de la gracia y de tu libre voluntad juntamente, mas de tal modo, que, si la gracia no hubiese prevenido y llenado tu corazón con su operación, jamás hubiese él podido ni querido prestar cooperación ninguna a ella.
Pero, dime de nuevo, hombre vil y abyecto, ¿no obras como un ridículo, cuando crees tener par-te en la gloria de tu conversión, porque no has rechazado la inspiración? ¿No es presunción ésta propia de ladrones y de tiranos, pensar que dan la vida a alguno porque no se la quitan?; ¿y no es una impiedad propia de demente furioso pensar que tú hayas dado a la inspiración divina su santa eficacia y actividad, porque no se la has quitado con tu resistencia? No podernos impedir los efectos de la inspiración, pero tampoco dárselos: ella trae su fuerza y su virtud de la bondad divina, que es su origen, y no de la voluntad humana, que es su término.
¿No nos indignaríamos contra la princesa de nuestra parábola si se gloriase de haber dado la virtud y propiedad a las aguas cordiales y demás medicamentos, o de haberse curado ella misma, alegando como razón que si ella no hubiese recibido los remedios que el rey la dió y derramó en su boca, cuando, ya medio muerta, apenas le quedaba sentido, no hubieran ellos producido resultado alguno? Es verdad —la diríamos— que podías, procediendo cual una ingrata, obstinarte en no recibir los remedios, y, aun después de recibidos en tu boca, arrojarlos; mas no es verdad, sin embargo, que tú les hayas comunicado su fuerza o virtud, porque ellos la tenían por su propiedad natural; tu parte se ha reducido a consentir en recibirlos y en permitir realizasen su acción. Pero jamás hubieras consentido, si el rey no te hubiera primero reanimado, e instado después a tomarlos; y todavía no los hubieras recibido. si él no te ayudara a ello abriendo tu propia boca con sus dedos y derramando en ella el precioso licor. ¿No serías, pues, un monstruo de ingratitud al quererte atribuir un bien que por tantos motivos debes a tu amado esposo?
El admirable pececillo llamado rémora tiene el poder de detener la marcha de un navío que vaya navegando en alta mar a toda vela (1); pero no tiene el poder de hacerle navegar, ni marcarle rumbo, ni hacerle fondear; puede impedir su movimiento, pero no puede dárselo. Así, nuestro libre albedrío puede detener e impedir el curso de la inspiración y cuando el viento favorable de la gracia celestial hinche las velas de nuestro espíritu, está en nuestra mano rehusar el consentimiento e impedir por este medio el efecto del viento divino. Mas cuando nuestro espíritu navega con rumbo fijo y hace felizmente su navegación, no es porque nosotros hagamos venir el viento de la inspiración celeste, ni que llenemos con él nuestras velas, ni que imprimamos el movimiento al navío de nuestro corazón, sino que solamente recibimos el viento que nos viene del Cielo, consentimos en su impulso y dejamos marchar el navío a su favor, sin impedirle por la rémora de nuestra resistencia.
Así, pues, la inspiración es quien comunica a nuestro libre arbitrio la suave y feliz influencia por la cual, no solamente nos hace ver la belleza del bien, sino, además, calienta, ayuda, fortalece y mueve tan dulcemente, que por este medio se doblega e inclina al bien libremente.
Las nubes preparan las frescas gotas de rocío en la primavera, y las dejan caer sobre la superficie del mar, y las madreperlas que abren sus conchas, recíbenlas dentro de ellas, y las convierten en perlas (2); mas, al contrario, las madreperlas que mantienen sus conchas cerradas, no impiden que las gotas caigan sobre ellas, pero impiden que caigan dentro. ¿No es, pues verdad que el cielo ha enviado su rocío sobre ambas madreperlas? ¿Por qué, entonces, la una produce, en efecto, su perla, y la otra no? El cielo había sido generoso para aquella que ha quedado estéril, poniendo de su parte cuanto era necesario para la formación de una hermosa perla; pero ella ha impedido el efecto de su beneficio, manteniéndose cerrada y cubierta.
Y en cuanto a la otra madreperla que ha concebido y engendrado un fruto hermoso, nada tiene que no lo tenga del cielo, aun el Mismo abrir de su concha, por cuyo medio ha recibido el rocío; porque si no hubiera sentido los rayos de la aurora, que la han dulcemente excitado, no hubiese ella venido a la superficie del mar, ni hubiese abierto su concha. Si nosotros tenemos, oh Teótimo, algún amor hacia Dios, a Él sea el honor y la gloria, que todo lo ha hecho en nosotros, y sin el cual nada ha sido hecho (Jo., 1, 3), y a nosotros sea la utilidad y el ánimo agradecido; pues esta es la partición de su divina bondad con nosotros: Él nos deja el fruto de sus beneficios, y para Sí se reserva el honor de ellos y la alabanza; y, ciertamente, puesto que nosotros nada somos sino por su gracia (1 Cor., 15, 10), seámoslo también todo para su gloria.
San Francisco de Sales, tomado de “Tratado del amor de Dios”.
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