La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar ‘para seguir la pasión de su corazón’ (Si 5,2; cf 37, 27-31). La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: ‘No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena’ (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada ‘moderación’ o ‘sobriedad’. Debemos ‘vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente’ (Tt 2, 12).
A esta virtud se la llama también “sobriedad”. Es verdaderamente acertado que sea así. Pues, en efecto, para poder dominar las propias pasiones: la concupiscencia de la carne, las explosiones de la sensualidad (por ejemplo, en las relaciones con el otro sexo), etc., no debemos ir más allá del límite justo en relación con nosotros mismos y nuestro “yo inferior”. Si no respetamos este justo límite, no seremos capaces de dominarnos.
Esto no quiere decir que el hombre virtuoso, sobrio, no pueda ser “espontáneo”, ni pueda gozar, ni pueda llorar, ni pueda expresar los propios sentimientos; es decir, no significa que deba hacerse insensible, “indiferente”, como si fuera de hielo o de piedra. ¡No! ¡De ninguna manera! Es suficiente mirar a Jesús para convencerse de ello.A esta virtud se la llama también “sobriedad”. Es verdaderamente acertado que sea así. Pues, en efecto, para poder dominar las propias pasiones: la concupiscencia de la carne, las explosiones de la sensualidad (por ejemplo, en las relaciones con el otro sexo), etc., no debemos ir más allá del límite justo en relación con nosotros mismos y nuestro “yo inferior”. Si no respetamos este justo límite, no seremos capaces de dominarnos.
Jamás se ha identificado la moral cristiana con la estoica. Al contrario, considerando toda la riqueza de afectos y emotividad de que todos los hombres están dotados —si bien de modo distinto: de un modo el hombre y de otro la mujer, a causa de la propia sensibilidad—, hay que reconocer que el hombre no puede alcanzar esta espontaneidad madura, si no es a través de un laborío sobre sí mismo y una “vigilancia” particular sobre todo su comportamiento. En esto consiste, por tanto, la virtud de la “sobriedad”.
Pienso también que esta virtud exige de cada uno de nosotros una humildad específica en relación con los dones que Dios ha puesto en nuestra naturaleza humana. Yo diría la “humildad del cuerpo” y la “del corazón”. Esta humildad es condición imprescindible para la “armonía” interior del hombre, para la belleza “interior” del hombre. Reflexionemos bien sobre ello todos, y en particular los jóvenes y, más aún, las jóvenes en la edad en que hay tanto afán de ser hermosos o hermosas para agradar a los otros. Acordémonos de que el hombre debe ser hermoso sobre todo interiormente. Sin esta belleza todos los esfuerzos encaminados al cuerpo no harán —ni de él, ni de ella— una persona verdaderamente hermosa.
Por otra parte, ¿no es precisamente el cuerpo el que padece perjuicios sensibles y con frecuencia graves para la salud, si al hombre le falta la virtud de la templanza, de la sobriedad?
Es verdad que no podemos Juzgar la virtud basándonos exclusivamente en criterios de la salud psico-física; pero sin embargo, hay pruebas abundantes de que la falta de virtud, de templanza, de sobriedad, perjudican a la salud.
Por otra parte, ¿no es precisamente el cuerpo el que padece perjuicios sensibles y con frecuencia graves para la salud, si al hombre le falta la virtud de la templanza, de la sobriedad?
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