Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo
entero
«Surrexit Christus, spes mea» – «Resucitó Cristo, mi esperanza» (Secuencia pascual).
Llegue a todos vosotros la voz exultante de la
Iglesia, con las palabras que el antiguo himno pone en labios de María
Magdalena, la primera en encontrar en la maña de Pascua a Jesús resucitado.
Ella corrió hacia los otros discípulos y, con el corazón sobrecogido, les
anunció: «He visto al Señor» (Jn 20,18). También nosotros, que hemos
atravesado el desierto de la Cuaresma y los días dolorosos de la Pasión, hoy
abrimos las puertas al grito de victoria: «¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado
verdaderamente!».
Todo cristiano revive la experiencia de María
Magdalena. Es un encuentro que cambia la vida: el encuentro con un hombre
único, que nos hace sentir toda la bondad y la verdad de Dios, que nos libra
del mal, no de un modo superficial, momentáneo, sino que nos libra de él
radicalmente, nos cura completamente y nos devuelve nuestra dignidad. He aquí
porqué la Magdalena llama a Jesús «mi esperanza»: porque ha sido Él quien la ha
hecho renacer, le ha dado un futuro nuevo, una existencia buena, libre del mal.
«Cristo, mi esperanza», significa que cada deseo mío de bien encuentra en Él
una posibilidad real: con Él puedo esperar que mi vida sea buena y sea plena,
eterna, porque es Dios mismo que se ha hecho cercano hasta entrar en nuestra
humanidad.
Pero María Magdalena, como los otros discípulos, han
tenido que ver a Jesús rechazado por los jefes del pueblo, capturado,
flagelado, condenado a muerte y crucificado. Debe haber sido insoportable ver
la Bondad en persona sometida a la maldad humana, la Verdad escarnecida por la
mentira, la Misericordia injuriada por la venganza. Con la muerte de Jesús,
parecía fracasar la esperanza de cuantos confiaron en Él. Pero aquella fe nunca
dejó de faltar completamente: sobre todo en el corazón de la Virgen María, la
madre de Jesús, la llama quedó encendida con viveza también en la oscuridad de
la noche. En este mundo, la esperanza no puede dejar de hacer cuentas con la
dureza del mal. No es solamente el muro de la muerte lo que la obstaculiza,
sino más aún las puntas aguzadas de la envidia y el orgullo, de la mentira y de
la violencia. Jesús ha pasado por esta trama mortal, para abrirnos el paso
hacia el reino de la vida. Hubo un momento en el que Jesús aparecía derrotado:
las tinieblas habían invadido la tierra, el silencio de Dios era total, la
esperanza una palabra que ya parecía vana.
Y he aquí que, al alba del día después del sábado, se
encuentra el sepulcro vacío. Después, Jesús se manifiesta a la Magdalena, a las
otras mujeres, a los discípulos. La fe renace más viva y más fuerte que nunca,
ya invencible, porque fundada en una experiencia decisiva:
«Lucharon vida y
muerte
en singular batalla,
y, muerto el que es Vida,
triunfante se
levanta».
Las señales de la resurrección testimonian la victoria de la vida
sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la misericordia sobre la venganza:
«Mi Señor glorioso,
la tumba abandonada,
los ángeles testigos,
sudarios y
mortaja».
Queridos hermanos y hermanas: si Jesús ha resucitado,
entonces – y sólo entonces – ha ocurrido algo realmente nuevo, que cambia la
condición del hombre y del mundo. Entonces Él, Jesús, es alguien del que
podemos fiarnos de modo absoluto, y no solamente confiar en su mensaje, sino
precisamente en Él, porque el resucitado no pertenece al pasado,
sino que está presente hoy, vivo. Cristo es esperanza y consuelo de modo
particular para las comunidades cristianas que más pruebas padecen a causa de
la fe, por discriminaciones y persecuciones. Y está presente como fuerza de
esperanza a través de su Iglesia, cercano a cada situación humana de
sufrimiento e injusticia.
Que Cristo resucitado otorgue esperanza a Oriente
Próximo, para que todos los componentes étnicos, culturales y religiosos de esa
Región colaboren en favor del bien común y el respeto de los derechos humanos.
En particular, que en Siria cese el derramamiento de sangre y se emprenda sin
demora la vía del respeto, del diálogo y de la reconciliación, como auspicia
también la comunidad internacional. Y que los numerosos prófugos provenientes
de ese país y necesitados de asistencia humanitaria, encuentren la acogida y
solidaridad que alivien sus penosos sufrimientos. Que la victoria pascual
aliente al pueblo iraquí a no escatimar ningún esfuerzo para avanzar en el
camino de la estabilidad y del desarrollo. Y, en Tierra Santa, que israelíes y
palestinos reemprendan el proceso de paz.
Que el Señor, vencedor del mal y de la muerte,
sustente a las comunidades cristianas del Continente africano, las dé esperanza
para afrontar las dificultades y las haga agentes de paz y artífices del
desarrollo de las sociedades a las que pertenecen.
Que Jesús resucitado reconforte a las poblaciones del
Cuerno de África y favorezca su reconciliación; que ayude a la Región de los
Grandes Lagos, a Sudán y Sudán del Sur, concediendo a sus respectivos
habitantes la fuerza del perdón. Y que a Malí, que atraviesa un momento
político delicado, Cristo glorioso le dé paz y estabilidad. Que a Nigeria,
teatro en los últimos tiempos de sangrientos atentados terroristas, la alegría
pascual le infunda las energías necesarias para recomenzar a construir una
sociedad pacífica y respetuosa de la libertad religiosa de todos sus
ciudadanos.
Feliz Pascua a todos.
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