Siempre se ha dicho y hemos escuchado que el Adviento es esperanza. La esperanza como virtud que sostiene al alma, que consuela al ser humano. Y entrando en este nuevo tiempo litúrgico, creo que cada uno de nosotros tendría que reflexionar qué lugar ocupa la esperanza en su vida. Cuántos desánimos, fragilidades, decepciones, caídas y momentos para rendirse con la familia, el trabajo y la oración son frutos de la falta de esperanza. Esta desesperanza es fruto de una falta de fortaleza que nos impide a veces mirar a Dios.Pero examinémonos cara al Adviento para que en nuestro apostolado seamos esperanza que empuja, dinámica. Y en segundo lugar, transformémonos. Seamos purificación, que se produzca un efecto correctivo y transformador en nosotros y en los otros.
Si Cristo es mi esperanza, ¿qué me falta para alcanzarlo? Si la estabilidad emocional de mi familia es mi esperanza, ¿qué me falta para conseguirla? Si mis hijos o hijas necesitan que yo esté presente en éste o aquel momento, ¿qué me falta para podérselo dar? La esperanza se convierte en aguijón, en resorte dentro del alma para que uno pueda llegar a obtener lo que espera.
Aprendamos, entonces, a vivir en este tiempo de Adviento con la mirada dirigida hacia Cristo, que es el objeto de nuestra fe. Pidámosle al Señor que nos permita encontrarlo y recibirlo, y que nos otorgue la gracia de sostener nuestro corazón en el arduo trabajo diario de santificación.
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