
Todos, pues, somos Iglesia, aunque “no alcanza la salvación quien no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia en cuerpo, pero no en corazón. Los hijos de la Iglesia no deben atribuir su excelsa condición a sus propios méritos, sino a una gracia especial de Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad”.(2)
Y a los laicos -a los hombres de la calle- nos “pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad”.(3)
Vivamos nuestro compromiso cristiano, dentro de la Santa Iglesia Católica, realizando en el Espíritu todas nuestras obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, incluso sufriendo pacientemente las molestias de la vida, convirtiendo así todo en “hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo”.(4)
1.- Cf. Pio XII, Enc. ‘Mystici corporis Christi’.
2.- Vaticano II, Const. Dogmtca. Iglesia, II, 14 b.
3.- Ib. IV, 31 b,
4.- Cf. Ib. IV, 34 b.
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