jueves, 17 de septiembre de 2009

¡Oh Tú, mi amparo en el día aciago!

La contingencia del hombre arrastra una enfermedad mortal desde la cuna. Las circunstancias externas o la enfermedad incubada ponen de manifiesto nuestra mortal limitación. ¿Cómo escapar más allá de la frontera que limita con la muerte? El poder humano no puede salvarnos, porque es carne y no espíritu. Pero en nuestra humanidad ha amanecido una aurora de esperanza porque nuestra carne de muerte ha sido iluminada por la carne resucitada del Señor. El hombre ya no es un «ser para la muerte», sino un «ser para la vida», y la vida sin fronteras.
No son los perseguidores de la humanidad quienes se saldrán con la suya, sino que serán quebrantados con doble quebranto, mientras que el creyente puede acudir a Dios invocándole: «¡Oh Tú, mi amparo en el día aciago!» Jr 17,17

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