Además de este ámbito espiritual o ascético, pienso en otro en el que también tenemos urgente necesidad de la pedagogía de la hermana muerte: la evangelización. El pensamiento de la muerte es casi la única arma que nos ha quedado para sacudir del sopor en el que está inmersa una sociedad opulenta como la nuestra, a la que le ha sucedido lo mismo que le sucedió al pueblo elegido cuando fue liberado de Egipto: Se sacia, engorda -te has puesto grueso, rollizo, turgente- rechaza a Dios, su Hacedor (Dt 32, 15). Cuando en una sociedad los ciudadanos ya no sienten freno alguno y ya no son retenidas por ningún temor, cuando ya no existe otro medio para salvarles del caos ¿qué se puede hacer? Se instituye la pena de muerte. No digo que esto sea justo; tan sólo quiero decir que, en un sentido distinto, también nosotros debemos restablecer «la pena de muerte». Volver a recordar a los hombres esta antigua pena que nunca fue abolida: Eres polvo y al polvo volverás (Gn 3, 19). Memento mori: ¡recuerda que tienes que morir!
En un momento delicado de la historia del pueblo elegido, dijo Dios al profeta Isaías: «¡Grita!». El profeta respondió: «¿Qué he de gritar?», y le dijo Dios: Que toda carne es hierba y todo su esplendor como flor del campo. La flor se marchita, se seca la hierba, en cuanto le dé el viento de Yahvé. La hierba se seca, la flor se marchita (/Is/40/06-07).
Pienso que también hoy Dios da esta misma orden a sus profetas, y lo hace porque ama a sus hijos y no quiere que «como ovejas sean llevados al abismo y que los pastoree la muerte» (cfr. Sal 49, 15). La muerte es en sí misma un gran predicador cristiano. Predica de verdad «en tiempo oportuno e inoportuno». Predica desde cualquier ángulo: dentro y fuera de casa, en el campo y en la ciudad, desde los periódicos y la televisión. Incluso -como hemos oído en esos pocos versos del poeta- con las hojas de los árboles en otoño. Nadie logra hacerla callar. Hay que escucharla aunque no queramos. ¡Qué formidable aliado tenemos en este predicador con sólo saber secundarle, prestarle la voz y reunir un auditorio en torno a él!
MU/MIEDO: Pero bueno -se dirá- ¿restablecemos, entonces, el miedo a la muerte? ¿No vino Jesús para liberar «a los que estaban prisioneros por el miedo a la muerte»? Sí. Pero es necesario haber conocido este miedo para ser liberados de él. Jesús libera del miedo a la muerte a quien lo tiene, no a quien no lo tiene; no libera de este miedo a quien ignora alegremente que debe morir. Jesús ha venido a meter el miedo a quien no lo tiene y a quitárselo a quien lo tiene. Ha venido a enseñar el miedo a la muerte eterna a aquellos que no conocían más que el miedo a la muerte temporal. Si los hombres no se dejan convencer de que tienen que hacer el bien por amor a la vida eterna, que se dejen al menos convencer de huir del mal por miedo a la muerte eterna.
El Apocalipsis la denomina «segunda muerte» (/Ap/20/06). ¿Qué es la segunda muerte? Es la única que merece verdaderamente el nombre de muerte, porque no es un paso, una Pascua, sino un término, un terrible fin de trayecto. Ni siquiera es la pura y simple nada.
No. Es un precipitarse desesperadamente hacia la nada para escapar de Dios y de uno mismo sin poder alcanzarla nunca. Es una muerte eterna, en el sentido de un eterno morir, una muerte crónica. Pero no se ha dicho nada respecto a su realidad. Tener una ligera idea del pecado -ha dicho alguien- forma parte de nuestro ser pecadores. Yo digo que tener alguna ligera idea de la eternidad forma parte de nuestro ser en el tiempo. Tener una ligera idea de la muerte forma parte de nuestro estar todavia vivos.
Para salvar a los hombres de esta desdicha es por lo que debemos volver a predicar sobre la muerte. ¿Quién mejor que Francisco de Asís ha conocido el nuevo rostro pascual de la muerte cristiana? Su muerte fue verdaderamente un paso pascual, un transitus, y es con este nombre como ella es recordada por sus hijos en la vigilia de su fiesta.
Cuando se sintió cercano a su fin, el Pobrecillo exclamó: «Sea bienvenida mi hermana, la muerte»17. Sin embargo, en su Cántico de las criaturas, junto a palabras dulcísimas sobre la muerte, conserva también algunas de sus palabras más terribles: «Bienaventurados -dice- aquellos que acertaren a cumplir tu santísima voluntad, pues la muerte segunda no les hará mal. Pero ¡ay de aquellos que mueran en pecado mortal!»
El aguijón de la muerte es el pecado, dice el Apóstol (/1Co/15/56).
Lo que da a la muerte su más temible poder de angustiar al hombre y de darle miedo, es el pecado. Si uno vive en pecado mortal, para él la muerte conserva todavía su aguijón, su veneno, como antes de Cristo; y por esta razón hiere, mata y envía a la Gehenna. No temáis -diría Jesús- a la muerte que puede matar el cuerpo y después de esto ya no puede hacer más. Temed más bien aquella muerte que, después de matar el cuerpo, tiene poder para arrojar a la Gehenna (cfr. Le 12, 4-5). Elimina el pecado y habrás eliminado también el aguijón de la muerte.
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