Las mujeres, sí las “débiles mujeres”, pasado el reposo sabático, a primera hora se reunen para ir a encontrar un cadáver. Los recuerdos y el cariño no les permiten dejar en el olvido el cuerpo del maestro y no quieren que la corrupción y la descomposición toquen aquel cuerpo querido. Unos perfumes y las caricias de quienes habían sido sus discípulas, pretenden retardar lo inevitable. Sin embargo buscan entre los muertos y esperan encontrar en el sepulcro al que está vivo. Y con desconcierto y asombro reciben la noticia de los “varones” que les recriminan esa búsqueda donde no se encuentra el que ahora está vivo. Les recuerdan sus palabras anunciando su pasión, su muerte y su resurrección. No las habían entendido pero ahora suenan de una forma diferente. Ellas habían escuchado sus palabras pero, al igual que los demás apóstoles, no las había comprendido. Y ahora empiezan a reconocer y entender que Dios no puede dejar en el fracaso a su Hijo Jesús. Es la primera experiencia de Dios que rescata a su hijo del sepulcro. Para los primeros cristianos, por encima de cualquier otra representación o esquema mental, la resurrección de Jesús es una actuación de Dios, que con su fuerza creadora, lo rescata de la muerte para introducirlo en la plenitud de su propia vida. Así las mujeres inician lo que será el camino de todo discípulo: recordar y creer la palabra; una experiencia viva de encuentro con el Señor resucitado; y una misión que brota incontenible de la seguridad emocionante de tener al resucitado en el corazón.
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