Se lo preguntó Pedro a Jesús. Y ya conocemos la respuesta: siempre hay que perdonar. Pero esto no es una invitación a la blandura, a la timidez, a la cobardía. No se trata de ceder a la injusticia, ser débiles ante los desaprensivos, dar oportunidades a la violencia o facilidades al mal. Esto sería fomentar la corrupción. Siempre hay que resistir valientemente al mal. Y hay que defender generosamente el bien. Especialmente si a uno le toca custodiar: la vida, los bienes, la familia.
Es lo que se le pide a un buen gobernante, a un buen padre o madre de familia, o al que dirige cualquier colectivo. El pasado ya no se puede rehacer. El daño ya no se puede evitar. Hay que llorar con los que lloran. Y curar las heridas. También hay que procurar entender a los que lo hicieron, que es muy distinto que disculparles: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen». El remedio no es la venganza. Y mucho menos la venganza indiscriminada. También hay que aprender de lo que ha pasado.
Tiene sentido investigar. Tiene sentido prevenir. Tiene sentido protegerse y poner dificultades. Pero la apuesta fuerte del cristianismo, en este caso como en cualquier otro, es que la paz se construye con generosidad personal, tratando a todas las personas como hijos de Dios. La construye cada uno desde su sitio fomentando el entendimiento entre los hombres, con justicia y caridad. También rezando, porque sólo Dios llega al fondo de los corazones. Lo demás son sólo treguas.
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