Madre de Dios es el más antiguo e importante título dogmático de la Virgen. Es el fundamento de toda su grandeza. Por eso María no es, en el cristianismo, sólo objeto de devoción, sino también de teología; o sea, entra en el discurso mismo sobre Dios, porque Dios está directamente implicado en la maternidad divina de María. Es también el título más ecuménico que existe, en cuanto que es compartido y acogido indistintamente, al menos en línea de principio, por todas las confesiones cristianas.
Pienso que Jesús confió sus discípulos a María antes de la venida del Espíritu Santo. La Virgen María en realidad, en un tiempo de «vacío», cuando Jesús ya no está y el Espíritu no ha descendido todavía, parece la persona más apropiada para llenar de alguna forma estas dos presencias en un momento de recuerdo y de espera.
De recuerdo porque María es memoria viviente de Cristo, de su vida desde el principio, de sus palabras. Su presencia materna habla de Él en todo. Y de espera porque la Virgen María, que ha recibido el Espíritu Santo en plenitud, se convierte en la garantía y la esperanza del cumplimiento de la promesa de Jesús. Vendrá el Espíritu prometido –parece asegurar María– así como vino sobre mí. Dios es fiel a sus promesas.
De recuerdo porque María es memoria viviente de Cristo, de su vida desde el principio, de sus palabras. Su presencia materna habla de Él en todo. Y de espera porque la Virgen María, que ha recibido el Espíritu Santo en plenitud, se convierte en la garantía y la esperanza del cumplimiento de la promesa de Jesús. Vendrá el Espíritu prometido –parece asegurar María– así como vino sobre mí. Dios es fiel a sus promesas.
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